Paredes blanqueadas

Por Margarita María Durán Urrea

Este texto es tomado de ElQuinto.com.co y se publica gracias al acuerdo entre dicho portal y la Corporación Nuevo Arcoiris.

Una imagen mental es poderosa porque contiene, en sí misma, una representación completa de la realidad. Por ejemplo, al mencionar el nombre Barichara automáticamente evocamos una imagen mental: cielos despejados y soleados, calles recubiertas de piedra y prístinas paredes pintadas de blanco.

Esta imagen no sólo nos habla de la Barichara contemporánea, turística e hiper visitada. Ya que Barichara se conoce como el pueblo detenido en el tiempo, esta imagen nos trae una representación del pasado próximo, intermedio y lejano de los pueblos del sur de Santander, pueblos blancos, como el pueblo andaluz de la canción de Serrat.

Lo paradójico de esta imagen es que no se corresponde con la realidad. Barichara, como muchos pueblos de Colombia y de Santander, fue azotada por las sucesivas oleadas de violencia que ocurrieron en nuestro país a partir de 1932, tuvieron su máxima expresión entre 1946 y 1953 en el periodo conocido como La Violencia, y continuaron hasta bien entrados los años 80s del siglo pasado.

Incitadas y financiadas por los gamonales de provincia, durante todos esos años las violencias ocasionaron que la tierra cambiara de manos y miles de familias campesinas −las dueñas originales− fueran obligadas a salir huyendo. Este interés económico explica el absurdo y sanguinario enfrentamiento bipartidista, o rojo-azul, que desgarró la sociedad y que algunas personas llaman la guerra de los colores.

Una de las estrategias para frenar dicha Violencia fue la designación de militares como alcaldes, de los cuales Barichara tuvo más de veinte años de gobierno.

Al decir de algunos de los viejos y nuevos vecinos de Barichara, fueron los alcaldes militares los que dieron la orden de pintar todo el pueblo de blanco. Al decir de otros, antes de ese momento las paredes de las casas campesinas que formaban el pueblo estaban cubiertas de variopintos matices: amarillos pasteles, magentas, verdes, celestes, los tonos vibrantes que forman el paisaje y la paleta de colores que caracteriza al sur de Santander.

Incluso, cuando se hacen los procesos de restauración de antiguas viviendas, al raspar el encalado de las paredes emergen restos de color que atestiguan un pasado más popular, diverso y variado que la aesthetic imagen actual.

Sin embargo, esta imagen de pueblo colorido no circula, porque el salto a la fama de Barichara como monumento nacional y luego pueblo patrimonio sucedió cuando las casas ya estaban pintadas de blanco y muchas nativas y nativos del pueblo, y todos sus visitantes, consideran que esta imagen −presente− ha sido así por siempre y desde siempre y que representa la identidad local.

Así, la orden de los alcaldes militares de blanquear el pueblo sirvió, en realidad, para blanquear el tiempo y la diferencia: el pueblito campesino se transformó en un blanco pueblo andaluz, un símbolo de la cultura y de la herencia hispánica, representativo de la colonia española y detenido en el tiempo.

La pintura blanca, que no es solamente pintura −como hábilmente lo muestran las escenas sobre la pintura azul y la pintura roja de la adaptación de Netflix de Cien Años de Soledad− tuvo y tiene el poder de crear una imagen que conlleva un universo de significados que se fijan en la mente de todo aquel que la evoca. A la vez, silenció las memorias de dolor que atravesaron familias, veredas y pueblos y que, no abordadas, perviven y marcan las vidas y las relaciones actuales.

Por estas razones, no es extraño el combate de pinturas que se libra en las paredes de Bucaramanga, y de otras ciudades del país, al tenor de los murales “Las cuchas tienen razón” que vocean que los cuerpos que emergen de la fosa común en la Escombrera, Medellín, atestiguan lo que las madres sabían hacía décadas: que sus hijas e hijos fueron asesinados por el Ejército y la Policía en el marco de violencias de Estado.

Por cada mural pintado con letras rojas, negras y amarillas, emerge espontáneamente un grupo de restauradores con baldes de pintura gris, a cubrir los colores para devolver la buena imagen uniforme de los grises muros urbanos. Mientras tapan las letras, hacen lo mismo que la pintura blanca de la época de la Violencia: silenciar a los que no mandan, decir que aquí no ha pasado nada, que no hay ninguna pelea y que así lo atestiguan las paredes. 

El 13 de febrero, en su cuenta de X, Canal Tro publicó que los miembros de la Reserva Activa borrarían todos los murales, excepto los feministas, para reemplazarlos por imágenes de la gastronomía y la cultura bumanguesas.

Como en el caso de Barichara, viene de nuevo aquí la cultura, o mejor, la buena cultura, entendida como un conjunto de significados fijado por gente con poder académico y capital social, a blanquear el pasado y el presente de conflicto en Colombia, a eliminar los recuerdos de la muerte, pero también los de la verdadera vida popular.

Al poco rato, las feministas integrantes del colectivo Madres y Comadres contestaron vía X con el numeral #LaMemoriaNoSeBorra, y en vez de agradecer que las convocaran a formar parte de esta cultura permitida y auditada, reclamaron al Alcalde por consentir este acto violento contra la memoria de las víctimas.

En línea, la Red Nacional de Ollas comunitarias contestó que las acompañarán en nuevas jornadas de pintura-denuncia. Y en esta y otras redes sociales se ha anunciado que sindicatos, grupos de estudiantes, ambientalistas, movimientos por las víctimas, artistas, asociaciones de trabajadores, madres y mujeres, organizaciones de derechos humanos, batucadas e incluso la barra de la Fortaleza Leoparda Sur participarán en el repintado del mural.

Está entonces por verse cómo evoluciona esta disputa de pinceles, que no está peleándose sólo por una u otra pintada en una pared, sino por la imagen mental con la que concebimos y concebiremos la realidad actual: ¿un país con todo solucionado y listo para el turismo cultural, cueste lo que cueste? ¿o uno con toda una historia de conflicto pendiente por contar y sanar, para, desde allí, construir una paz duradera?

La pelea no es, como algunos quisieran argumentar, entre la libertad (de quienes censuran) y la delincuencia (de quienes denuncian): es entre el olvido y la memoria, entre la amnesia y la conciencia, entre el uso conveniente de la fuerza sobre las víctimas y el reconocimiento de su dignidad.

Para cerrar, un apunte milenario sobre las paredes pintadas de blanco: no fueron invento de los alcaldes militares.

Hará unos dos mil años mal contados, los fariseos también sabían usar la pintura blanca, así como Trump propone utilizarla ahora en la franja de Gaza. En su momento lo comentó Jesucristo, según el evangelio de Mateo: “¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, hipócritas!, que son como sepulcros blanqueados. Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de impurezas. Así también ustedes, por fuera dan la impresión de ser justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad.”

A la luz de esta exhortación bíblica, ¿será que la ética y las intenciones de los hipócritas fariseos judíos fueron las mismas que hoy tienen quienes, en Colombia y en Bucaramanga, quieren borrar las denuncias sobre los huesos de los muertos y las impurezas de las violencias de Estado, con un recurso tan simple como la pintura?