Edulcorante

Por Juan Camilo Quesada Torres*

Este texto es tomado de ElQuinto.com.co y se publica gracias al acuerdo entre dicho portal y la Corporación Nuevo Arcoiris.

Cuando no estoy seguro de la calidad o sé que voy a tomar un café “más o menos”, pido capuchino y le pongo dulce. Me gusta con panela (azúcar de mascabo, en modo rioplatense), que no es lo mismo que el azúcar, porque le da un timbre de sabor distinto.

Aquí, en este café del Montevideo Shoping, pido uno de marca muy famosa. No hay mascabo ni panela y me tomo el capuchino así como viene. Es un mal café en un empaque lindo y deseado.

En este mismo lugar, en el shoping (digo centro comercial) vine a ver una película de la que había leído algunas referencias sobre lo hermoso y elegante de las condiciones técnicas de su filmación, la particularidad de su realización y la interpretación magistral de su protagonista. Quienes ya la habían visto, la definen como una película que marca una época y la recomendaron con enjundia. Fue eso lo que completó la motivación para que gastáramos unos pesos en el cine.

Muy a las 17:20 compramos las entradas, alistamos pop (“maíz pira” en uruguayo) para cuatro horas de película y, antes de ir hacia la sala, hicimos una entrada al baño.

Debo decir que tengo especial gusto por las películas y series ambientadas en la Segunda Guerra. Band of Brothers, Inglorious Bastard, Dunkerque, los documentales esos de NatGeo de la segunda guerra a color, y otros que ahora olvido. Sin embargo, El Brutalista no puede entrar en esa lista.

No puedo hablar de las condiciones técnicas del filme porque no me corresponde, pero sí puedo hacerlo sobre lo que me generó. Y si a ello me remito, no puedo dejar de observar que, en principio, la película de Brady Corbet se parece mucho a El Hundimiento, película alemana estrenada en 2004.

En esta última se narran los días finales del del Tercer Reich. Nos presenta a un Adolf Hitler cargado de una profunda intención humanista, amante apasionado y generoso de Eva Braun, y patriota convencido de que la Alemania nazi puede asestar un golpe que dé vuelta al destino, trágico y heroico para el Führer. La película nos invita, intencionadamente o no, a simpatizar con uno de los criminales más grandes de la historia reciente.

Nunca en la película se nombra el genocidio de comunistas, negros, judíos y gitanos; ni Auschwitz, ni el Gueto de Varsovia, ni la noche de los cristales rotos.

No es que todas las historias sobre el Tercer Reich y el nazismo deban tratar sobre todas estas cosas; pero si vas a mostrar el lado más humano de un criminal de tal envergadura, por lo menos intenta una justificación de sus acciones mientras las nombras.

Una sensación similar me quedó con El Brutalista. La película inicia con una carta escrita por una húngara que padece los malos tratos del Ejército Rojo en Budapest posterior a la victoria soviética en Berlín. El destinatario es un esposo que padece los malos tratos de la migración forzada a Estados Unidos, con una imagen alegórica, digamos, pobre, de la estatua de la libertad “patas arriba”. Casi que podemos intuir la siguiente hora y media de película.

En el curso de sucesos, unos 60 minutos después, como si fuera un anuncio divino, suena de fondo la proclamación del estado sionista de Israel en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sí, estado sionista de Israel. Todo mientras el protagonista deja la vida en su trabajo.

Quien no conozca la historia saldrá de la película pensando que Israel tenía una tierra prometida y que no había nadie allí sino a partir de 1948. Una tierra prometida para el sionismo, porque pareciera que el pueblo judío es todo sionista. ¡Qué Palestina ni qué carajos, Israel!

Ante el desconocimiento, “Estado sionista” será un sintagma lleno de nada; o mejor, lleno de salvación para los maltratados, de tierra prometida, de refugio y hogar.

Después de vejaciones y malos tratos, a veces culpa de la vida libidinosa de los anarquistas italianos, de intentar dejar un legado artístico en el desarrollo y debacle moderna gringa y de haber salvado a su mujer, el matrimonio decide salvarse a sí mismo migrando hacia el hogar.

Ese hogar se ofrece sanador, limpio. Removedor de la crueldad del mundo que practican todos por igual. Claro, ni una palabra sobre el asesinato de palestinos, su confinamiento en guetos, las invasiones de Libia y Egipto. Ni siquiera cuando la línea temporal de la película termina en 1980.

No es que todas las películas sobre Israel deban señalar estas situaciones ¿o sí?

Tampoco pido que todo el cine hollywoodense sea como el de los hermanos Coen, capaces de crear A Seriuos Man o ¡Hail Cesar! Que, por demás, recomiendo.

Ya muchos han dicho que el arte tiene contenido político en sí, así no lo pretenda. Y El Brutalista, para mí, lo tiene explícito. Es una defensa, un tanto edulcorada, del estado de Israel: sionista desde Golda Meir y aliado del fascismo desde 1936.

Me pasa con El Brutalista como con el café que me tomo mientras escribo. Es un café que viene en un vasito al que todo el mundo le toma fotos porque la marca es linda, la persona que te atiende te sonríe y te pregunta tu nombre, puedes sentarte en unas sillas cómodas y con internet libre, te dicen que el café es cultivado en condiciones de dignidad para los campesinos que lo producen.

Lo cierto es que el lindo empaque del café y hacer una película con tecnología Vistavision, enmascaran lo oprobioso de los dos contenidos. Ni el café es bueno, ni le pagan lo justo a los campesinos, ni el estado sionista fue salvación de nada ni de nadie.

*Doctorando en Sociología UNSAM/EIDAES (Argentina), investigador en Economía popular.