Por María López Brewicz
\Este texto es tomado de ElQuinto.com.co y se publica gracias al acuerdo entre dicho portal y la Corporación Nuevo Arcoiris.
El sábado 5 de abril me desperté con un nudo en el estómago. Sabía que esa sensación es, en parte, nervios, miedo, pero también es lo que hace mi cuerpo cuando tomo decisiones.
Como mujer, profesional, madre, esposa, maestra e inmigrante, he sentido que todo lo que sucede desde el 20 de Enero de este año, aquí en los Estados Unidos de América, es personal. Los anuncios y medidas hechos por este gobernante, han creado problemas que yo debo y quiero ayudar a solucionar: todos ellos, me afectan a mí, en algún lugar de mi vida.
Las políticas y la retórica dirigidas a desmantelar y reducir a las comunidades de las que formo parte—mis estudiantes y sus familias, —nos han llevado más allá del punto del silencio. No es posible callar. Por eso, yo sabía que el sábado en la mañana estaría en la manifestación; tenía que estar allí.
El centro de Chicago vibraba con voces de mil colores. A pesar del frío, en el aire se sentía la energía de la gente que salió a protestar. Era como una corriente eléctrica que nos unió a todos. La gente sostenía carteles que decían “Manos afuera de nuestros derechos y beneficios”, “Educación, no deportación”, y “Aquí nos quedamos.” Me uní a un grupo de educadores, con botones del sindicato al lado de pines que decían Los inmigrantes hacen fuerte a Chicago.
Trabajo en una escuela pública. Mi salón es un mosaico de culturas, lenguas y sueños y, últimamente, de miedos. Uno de mis estudiantes, Mateo, me preguntó el día anterior:
“Miss, ¿qué pasa si se llevan a mi mamá?” ¿Cómo respondes a eso cuando tú tampoco sabes? Cuando tú misma te has hecho la misma pregunta.
Caminando por la ciudad junto a un mar de personas, sentí que esa pregunta se transformaba en algo más fuerte: ¿Qué podemos hacer juntos? Marché con estudiantes, padres, otros maestros, activistas y vecinos. Todas y todos somos Chicago. Esta ciudad es parte de nuestras vidas. Gritamos consignas en inglés y español.
“¡El pueblo unido jamás será vencido!”
Lo que más me conmovió fue la solidaridad y la camaradería.
Mil y una causas caminando juntas: vi personas reclamando la protección de los derechos de las comunidades LGBTIQ+; científicas y científicos abogando por su derecho a investigar; mujeres reclamando el derecho a elegir y a votar sin restricciones; personal de bibliotecas y librerías reclamando en favor de la libertad de expresión y de un conocimiento de la historia sin versiones limitadas.
Cerca de donde yo estaba, pasó un grupo de enfermeras tomadas de la mano con beneficiarios de la política migratoria de Estados Unidos que protege de la deportación a personas que llegaron al país como niños sin estatus legal (DACA por sus siglas en inglés). A menudo encontré familias empujando coches de bebé y levantando carteles de protesta y solidaridad con quienes ya han padecido más directamente la violencia de los discursos y políticas gubernamentales. Una niña iba sobre los hombros de su padre, con un dibujo de su escuela y un arcoíris pintado encima. No podía dejar de sonreír—y llorar.
Al rodear Federal Plaza, los cánticos se hicieron más fuertes, rebotando en los edificios de vidrio como ecos de algo imparable. No era solo una protesta. Era resistencia. Era el amor hecho acción.
Cuando miré a mi alrededor, no vi solo manifestantes—vi protectores. De derechos, de dignidad, de futuros. Sentí esperanza, no de forma vaga o lejana, sino en la fuerza de nuestros pasos, en el volumen de nuestras voces, en cómo nos cuidamos unos a otros. El 5 de marzo vi quiénes somos cuando estamos juntos. Y vi que somos muchedumbre en resistencia. Somos multitud. Sigo siendo maestra. Sigo siendo inmigrante. Y sigo aquí.