La Ciénaga de la Virgen: un encuentro con la belleza y el silencio

Por Laurent Céspedes Ramírez

El pasado jueves 14 de noviembre de 2024, en plena época de lluvias, junto con un pequeño grupo de amigos en plan periodístico y recreativo, abordamos desde La Boquilla, al norte de Cartagena, un bote de fibra de vidrio con un agujero en su fondo que hacía agua, para echar un vistazo más cercano a la extensa y todavía deslumbrante Ciénaga de la Virgen, ubicada frente al mar Caribe.

La mañana, en efecto, había amanecido muy nublada y lluviosa, incluso sobre el mar soñoliento y sombrío. Frente a nosotros, cuando apenas llegamos a La Boquilla, se divisaban a varios kilómetros las vagas siluetas del Cerro de La Popa y los amontonados edificios de Crespo y Bocagrande, fantasmales tras la bruma invernal. No obstante, apenas un par de horas más tarde las nubes se habían disipado, tornándose blanquísimas y abriéndole paso al azul del aire, al amarillo del sol y al verde intenso y húmedo de los manglares, entretejidos como jaulas de peces.
Dionisio, un pescador curtido de Villa Gloria –la boquillera veredita con playa en la que mis amigos estaban haciendo la reportería– era nuestro bogador al mando del bote, iría de pie en la popa, empuñando su enorme vara de siete u ocho metros con la que impulsaría el escueto esquife que hacía agua, aunque inofensivamente. Un tanto nerviosos por el balanceo del bote al abordarlo y la novedad de la pequeña aventura nos fuimos acomodando en parejas sobre los asientos pelados: en la proa iban José Luis, un poblador local, junto a Katrina, la artista gráfica que iba grabando casi todo con su celular; en la mitad, César y yo, como observadores acompañantes; y en la popa Rodrigo el director del documental, con su cámara sofisticada, junto a Yosip el sonidista con su micrófono super sensible de brazo largo, y su grabadora. Solo Dionisio, nuestro boga, iba de pie como el marino de Neruda…

El viejo pero fuerte José Luis fue el encargado de hacer despegar la nave desde la orilla hacia el agua quieta del muellecito. Pero, una vez flotantes sobre la superficie, fue como si hubiéramos retrocedido varios siglos en la tecnología de navegación acuática. La lentitud del cayuco me pareció casi angustiosa, como si camináramos entre un espeso fango avanzando solo milímetros. En cámara lenta, Dionisio, el pescador nativo de La Boquilla, hizo avanzar la nave unos primeros metros marcando rumbo hacia la ciénaga, bordeando la orilla poblada de manglar. Todavía despacio, pero aumentando levemente de velocidad, nos fuimos internando en un estrecho pasillo sombreado, esquivando con nuestras manos las ramas frescas del mangle, mientras charlábamos animadamente. Alguien dijo que nos encontrábamos atravesando el célebre Túnel del amor, y algunas imágenes eróticas de parejas entrelazadas como el mismo mangle pasaron por mi mente. De pronto, sonaron en la espesura los gritos sorprendidos de algunas aves grandes que huyeron alborotadamente de nuestra presencia, y pudimos ver fugazmente la silueta de una especie de garza azul en la rota penumbra del túnel. Pero la ruidosa presencia de las aves no habría de ser, como algunos esperábamos, una nota destacada de este viajecito. Eran ya como las tres de la tarde.
Las tempranas y cristalinas gotas de lluvia –prodigiosa fuente de agua dulce– habían quedado atrás en la mañana. También el agua salada y sonora del mar había desaparecido. Ahora flotábamos tranquilos sobre el líquido turbio y verdoso, salobre y silencioso, que es el agua de la Ciénaga de la Virgen. Pero nadie entre nosotros intentaba probar con su boca esta agua, ni siquiera meter la mano en ella ni, mucho menos, como hubiera sido natural por ejemplo para mí, lanzarse de cabeza a la laguna para darse un fresco chapuzón. Pues el agua de la ciénaga es ciertamente todavía un precioso espejo de 20 millones de metros cuadrados, donde se refleja el cielo entero; pero ya no es ese cuenco fecundo donde otrora se agitaba a borbotones la vida y se alegraban los pescadores y sus familias…

Navegando con la lentitud de un caimán viejo nos fuimos abriendo paso fuera de los túneles de mangle hacia espacios más abiertos, hasta que, en medio de un silencio casi sagrado, sobre el agua suavemente irisada y bajo un sol radiante, nos encontramos de pronto frente a la inmensidad interior de nuestra Ciénaga de la Virgen, que se abría gigantesca ante nuestros ojos. Yo tenía el corazón como suspendido ante una belleza natural que no había visto antes. La conciencia de nuestra pequeñez era sobrecogedora, y por unos instantes permanecimos mudos. Aquella no era la vastedad infinita del océano, sino una amplitud acogedora en su serenidad, limitada por el verdor de las orillas lejanas.
En aquella paz casi sobrenatural, cualquier motor que no fueran los musculosos brazos de Dionisio, hubiera sido un sacrilegio. Inmersos como en una enorme burbuja de silencio, afuera quedaban los ruidos sordos de los carros y las motos e incluso el bramido metálico de las olas marinas rotas en las playas. Apenas se oía el salpicar de algunas gotas desprendidas de la vara del boga al impulsar la canoa. Atrás quedaba el escándalo permanente de la ciudad. Aquí solo reinaban el agua verdosa y el cielo azul.

Minutos después del místico arrobamiento causado por la belleza del lugar, volvimos a conversar casi en voz baja como si temiéramos profanar un templo. Y es que este silencio era casi excesivo. Yo eché de menos los cantos, gritos, revoloteos y colores de todas las aves, grandes y chicas, que había encontrado en un folleto sobre la fauna aérea de la ciénaga, y hubiese querido verlas y escucharlas en semejante inmensidad, que parecía agrandarse en su ausencia. Pero en cambio sentí un vacío incómodo, como la extrañeza que dejan las personas al morir. Alguien explicó que a esa hora de la tarde las aves no venían a la ciénaga; yo no estaba convencido…

Después de la breve visita a un inesperado Museo Prehispánico sobre una islita, de regreso a Villa Gloria por la misma ruta que bordeaba la orilla, me concentré esta vez en el cielo que nos cubría. Era tan diáfano su color zafir, y eran tan hermosos los cambiantes dibujos a pincel de las nubes blancas, que se hubiera podido grabar con él un largo video sin que se volviera aburrido. Pensé en ese cielo majestuoso de la ciénaga como un atractivo turístico por sí solo. Al menos para mí, este resultó ser un momento memorable de contemplación –una actividad del alma que a veces desestimamos– de la belleza natural en una de sus formas más puras, a pesar de todos los problemas ambientales. Recordé entonces un pensamiento de Goethe en sus Afinidades electivas: “Así como la esmeralda hace bien a la vista por su magnífico color, a quien contempla la belleza, nada malo puedo pasarle: se siente en paz consigo mismo y con el universo.”
Esa belleza está viva en la Ciénaga de la Virgen.