Las fiestas de mi vida

Beatriz Vanegas Athías*

Este texto es tomado de ElQuinto.com.co y se publica gracias al acuerdo entre dicho portal y la Corporación Nuevo Arcoiris.

El primer recuerdo musical que precedió a la lluvia de villancicos y porros que pobló mi infancia y que tengo emparentado con la palabra Fiesta se lo debo a Raffaella Carrá: Fiesta, qué fantástica, fantástica esta fiesta/Qué fantástica, fantástica esta fiesta/Esta fiesta en la que descubrí su amor/Fiesta qué fantástica, fantástica esta fiesta/Qué fantástica, fantástica esta fiesta/Esta fiesta en la que descubrí su amor/. Enseguida acude a mí, mi lánguido cuerpo, forrado de un vestuario azul y luminoso, que me convencía de haberme transformado en la cantante italiana, mientras la niña de trece años que fui hacía la fonomímica de la canción de moda. Ahora veo el recuerdo y me río de esa adolescente morena y pelinegra que se creía la muy rubia Carrá.

Los cumpleaños de las amigas fueron mis primeras fiestas. Empezaban a las cuatro de la tarde y mi madre envolvía en papel de regalo y a las carreras un suéter, un perfume, un jabón de tocador o un corte de tela y me mandaba hacia la casa del o la cumplimentada. Iba contenta por la abundancia de dulces que comería, pensaba en el pudín y en el helado, mis preferidos. Era toda una ceremonia la entrega del regalo: la cumplimentada lo recibía, la invitada le daba un beso, luego muy delicadamente aquel era depositado en la mesa que poco a poco se veía plena de paquetes de todas las formas y tamaños. Yo miraba aquella desmesura y pensaba en la felicidad de mi amiga cuando abriera cada envuelto; pero también me angustiaba que, de tanto poner regalos sobre la mesa, y de las carreras que pegábamos de un lado para otro, alguna de nosotras sufriera un empellón y se estropeara el pudín situado como una promesa de felicidad gastronómica por la que había que esperar hasta pasadas las seis de la tarde.

Bailábamos entre mujeres porque a esa edad los niños eran más pequeños que nosotras y se interesaban más en comer que en sacarnos a bailar. Era el tiempo de Xuxa y de “Ilari lari e, oh, oh, oh” y de Tu cumpleaños de Diomedes Díaz y el Cocha Molina que desde ese año fue el japiverdituyu de la Costa Caribe, ese LP también nos puso a bailar Si te vas te olvido. Recuerdo que nos desgañitábamos coreando: “Quieres arruinar tu vida/ en busca de una aventura/ lo siento, pero te digo/ si te vas, si te vas te olvido/si te vaaas… te olvido; si te vaaas… te olvido”; y también de la Musa original del Joe Arroyo y La Verdad. Ese disco lo dejaban correr, yo contaba las canciones para que llegara Mary (que aún es una de mis preferidas porque esas trompetas que inician el canto casi quieren llorar, aunque una esté bailando) que no la dejaban terminar porque eran Rebelión, Vuelve y la misma Musa original las que estaban dando palo en todas las fiestas.

Aquellas fiestas eran más para comer dulces que para bailar; más para jugar y cantar; más para esperar el pudín y el helado; la sorpresa y la piñata. Quiero detenerme en estas últimas. La sorpresa era la esperanza de obtener un juguete especial; era una bolsita blanca con dibujitos de bombas (las llamábamos vejigas) de colores y la expresión ¡Feliz cumpleaños! estampada, abundante en papel picado de colores, dulces y uno o dos juguetes que podían ser un carrito, un yo-yo, una bolsita de jazz, unos soldaditos. La felicidad fue toda mía cuando pude palpar el ansiado yo-yo, no importaron las frunas, ni los confites de morita, ni el Bom -Bom-Bum, al fin obtenía el juguete que mi madre juzgaba un peligro porque podría escalabrarme en una de las volteretas de los platillos gordos. Lo otro era la piñata: esta vez sí habrá sapos, nos asustaban, así que no te metas, que si te cae leche empieza la piel a caerse a pedacitos. Esa certeza era igual a la de encontrar el nombre de uno en la pata de una rana. Pero qué va, los sapos no caían de la piñata, pero yo, crédula como he sido desde que recuerdo y a la espera de que saltaran, perdía segundos preciosos para lanzarme al centro del tumulto de mis amigas y amigos que se tiraban al piso como si fuera una piscina para bucear confites y juguetes. Con el tiempo aprendí que no había razón para soportar porrazos en el bololó que se formaba en el centro de la sala: solo había que aguardar a que aquellos niños se desparramaran por el suelo a punta de empujones, jaladas de pelo, manotazos y que cayeran sobre ellos juguetes que rebotaban hacia el exterior del tumulto en el que estábamos los cobardes que nos resistiamos a participar. Solo era ganarle a la mamá de turno que, avispada, también estaba a la caza de un juguete como si fuera una niña. Pienso ahora que observar de cerca esta aprehensión por la rapiña me entrenó para alejarme de ella, mejor aún, para temerle.

La vida es un baile

Cantaba Diomedes Diaz: Por eso es que la vida es un baile/ que con el tiempo damos la vuelta/ pero el tiempo acaba la fiesta /y me voy solito pal Valle. Aunque no participara en muchas, mi vida era una fiesta. La vecindad en la que habitaba era una fiesta insoslayable que trascendía los días: con la llegada del viernes muchas puertas se encendían con equipos, pickup y nadie siquiera reclamaba por el estrépito de salsa, porro, vallenato, o fandango prendido con el consabido guapirreo. Este grito sale del hígado, pasa por el riñón, retumba en el estómago, se afina en el esófago y sale limpiecito por la garganta trayendo consigo los restos de las vísceras para conjurar   a la muerte con la alegría del ritmo. Entonces nada había en contra de la eterna fiesta: ¿Por qué reclamar por una forma de habitar la noche y el día tan necesaria y cotidiana como respirar? Mejor era desocuparse de los oficios e integrarse al convite.

Estaban también las parrandas amenizadas por conjuntos vallenatos a las que casi nunca asistí porque eran predios exclusivos de los hombres. Los veía emborracharse y cantar abrazados y pensaba en el excesivo cariño que se prodigaban que no era el mismo desplegado hacia sus mujeres. Hacia ellas era el fastidio y la chabacanería, la certeza de que las trataran como fuera, ellas siempre los amarían. A esas parrandas era posible ver llegar a Alejo Durán, a Dolcey Gutiérrez o a Calixto Ochoa a tocar durante tres días. Bastante avena que tomó aquí en mi casa Alejo para reposar la comida, me contaba mi madre de Alejo Durán era muy conocido el hecho de que no le gustaba el trago, de ello daba fe también mamá.

Pero la contraparte más democrática eran las fiestas de diciembre o las de los cumpleaños de adultos en las que se pagaban tres y hasta cuatro horas para que la banda tocara porros, fandangos, vallenatos y cumbias de moda adaptados a la música de viento. Las mujeres terminaban bailando emparejadas en mitad de la calle o dándose fleco con dos de los hombres más guapachosos que sobrevivían, debido a que la mayoría de ellos se dedicaban al arte de beber y de echar cuentos plebes en un grupo inamovible. Los más bailadores, de acuerdo con las parejas, se empeñaban en no dejar perder una sola pieza musical ya que, cumplidas las tres horas del acuerdo económico, no había poder humano que hiciera a la banda tocar un número más sino les pagaban nuevamente. Constituía un espectáculo ver el sol pujando por salir detrás de la torre de la iglesia y a las mujeres bailando serenitas como si apenas empezara la fiesta. La mayoría de parejos a esas alturas de la madrugada era un amasijo de hombres llenos de ron y con el equilibrio extraviado, tomando con tal desespero como si en aquella fiesta, alguna orden divina hubiera dictaminado que el ron se acabaría.

La KZ Tropibomba

Una KZ era una bodega amplísima y sin techo. De piso encementado o aterrado según fuera un corregimiento o un municipio. Tenía una puerta por donde se entraba a un mundo lleno de focos de colores y de gente empeñada en ser feliz al menos esa noche. Con una tarima sin camerino sobre la que cantaban los conjuntos vallenatos de moda. Se dividía en un amplio espacio para bailar que muchos ocupaban sólo para mirar cantar al artista; y otro con mesas y butacas para sentarse a beber ron, aguardiente, whisky o cerveza. Ahora que miro hacia atrás veo estas KZs como el antecedente pueblerino de los conciertos que hoy pululan. El conjunto (que no banda) iba a tocar y la gente a bailar, los artistas eran admirados, pero no entronizados porque la tarima no ascendía a más de un metro de los espectadores. Quien no deseaba bailar y era seguidor consumado del artista, podía estar de pie ante la tarima e incluso ofrecerle un trago al acordeonero, al guacharaquero, al cajero, al bajista o al del cencerro. Era posible departir y chancearse con Rafael Orozco, Diomedes Díaz o Jorge Oñate.

El pajarito iluminado

Diciembre hacía su entrada con el primer tamborazo del ocho después del día de las velitas. La tambora era la fiesta de todos los pueblerinos porque sólo había que tener plata para comprar uno o dos paquetes de espermas y disfrutar de ella. Las parejas bailaban un puyón o lo que era igual: un paquete de velas ofrecida por el hombre a la mujer. Cada puyón demoraba alrededor de dos horas y era posible ver bajar la esperma por la mano y el antebrazo de la bailadora con el mismo furor que el sudor que amenazaba con derretir su humanidad, pero cada vuelta al pajarito (que era un tanque vacío antes repleto de petróleo con un árbol seco sembrado) era una invitación a no cesar el baile.

A la sombra nocturna de aquel pajarito se sentaba el bombo, el clarinete, el bombardino, la tambora, las trompetas, y los tocadores de llamador que hacían sonar cantos popularizados por los grupos de percusión, pero en esta ocasión, en la versión de los vientos: Que se queme el monte/déjalo quemar/ que la misma cepa/ vuelve a retoñar/. Desde ese centro sonoro que era el pie del pajarito emergían tres ruedas como ondas de un río musical. Y como orilla: una cuarta gran rueda de espectadores que veía bailar y gozaba como si ellos también estuvieran oficiando la fiesta. La energía de los bailadores llegaba a su esplendor con el tono más alto de la trompeta y del clarinete. Fui bailadora y observadora. Vi bailar y bailé para mirar desde el centro la alegría de quienes me veían danzar.

Las tamboras más concurridas eran las del Barrio Abajo. En aquellos tiempos la gente se especializaba en vivir y hacer vivir a sus coterráneos con simpleza y sin pretensiones. Había quienes estaban encargados de hacer las más ricas arepas, las más sabrosas avenas, de coser el mejor traje, de sembrar la yuca más harinosa, de fabricar los muebles más finos, de estampar las camisetas para el equipo sin que se chorrearan las letras, de afinar al coro de la iglesia, de dar la más emotiva serenata, y de organizar, como no, la mejor tambora. La vida simple del que agradece estar vivo cada día y tener para el bocado de comida y para la fiesta, claro.

La fiesta del dolor

Todo se cantaba, todo se bailaba. Pasada (o mejor, extendida) la borrachera del treinta y uno de diciembre cuando se celebraba la vida del nuevo año a punta de disparos y pólvora, enero llegaba con sus cabañuelas aún borrachas para seguir viviendo una alegría inconsciente: sucedía así en esas tierras en las que crecí y viví mi primera juventud, se era alegre sin más allá y sin más acá, había que estar feliz, la tristeza o el aburrimiento eran actitudes antisociales. Así que a costa del dolor de muchos seres enero amarillo y reseco traía las cabañuelas: esa manera de leer el clima, de predecir las lluvias o los aguaceros de sol se rendían ante la voluntariosa decisión de los mediocres gobernantes empeñados en seguir la fiesta hasta mediados del primer mes del año. Para ello había que fundar la corraleja surgida del contubernio entre el gobierno municipal, los terratenientes(ganaderos) y los comerciantes de licor y gaseosa. Todo un mini Estado corporativo alrededor del entablado construido con palcos para alquilar al pueblo raso y anhelante de seguir borracho, desesperado por sentarse a ver cómo una manada de embriagados corría detrás del asombrado animal que, además, entraba a la plaza amarrado por un cáñamo para mayor indefensión.

Pueblos como Majagual, Sucre, Guaranda y Achí en La Mojana; y Sincelejo, Los Palmitos, Betulia, San Pedro, entre otros, de la sabana sucreña, no veían la hora (no ven) de acudir a esas fiestas que suceden en escenarios donde la única norma es el desorden y el déjame está que yo sé lo que hago. Días de toros que inician a la una de la tarde y que se inauguran con una mañana de cabalgata en la que los únicos felices son los machos barrigones ataviados con camisas de cuadro, poncho al hombro, sombrero vueltiao o concho, y la aguzante espuela para que el caballo camine con paso fino, o salte y haga lucir la destreza del cruel jinete. Las mujeres también añoraban estar en la cabalgata, era su forma de emancipación o una oportunidad para cazar marido. Compadre, ron, caballo y mujer, en ese orden, constituían (constituyen) la concepción de la felicidad y de festejo como divertimento para el macho amo de la juerga y de la tierra.

Tardes de toros amenizadas con las bandas de música de viento (tres, distribuidas en la inmensa plaza de la corraleja) que competían hasta ver quién afinaba más, mientras abajo el toro por fin se liberaba del cáñamo y corría en círculos buscando una salida. En su carrera aporreaba borrachos que se escabullían por la parte inferior de las guaduas que eran las bases de la corraleja, allí donde quienes no tenían (o no querían, puede ser) se embriagaban en las cantinas que encarnaban pequeños infiernos de música a todo timbal. Cuando el toro se detenía acezante, de esas cantinas expulsaban palos, botellas, piedras y cuanto objeto podía zaherir al angustiado animal. Cobardía elevada a la categoría de diversión, fiesta y picardía. Y si aquello no era suficiente, estaban los garrocheros dispuestos a demostrar que con ellos si saldría sangre: la garrocha perseguía al toro que, mermado, veía la posibilidad de liberarse del dolor hiriendo a quien se lo proporcionaba. Pero el jinete inalcanzable veía entonces que era el caballo quien padecía la rabia del animal herido y se desplomaba, mientras los dos animales, toro y caballo se liaban en una lucha por la supervivencia. El jinete en el piso se convertía en un pobre ser asustado que huía, en tanto las vísceras del miserable caballo se desparramaban por la plaza polvorienta y el toro continuaba su carrera buscando con quién seguir desahogándose. Desde los palcos se oían los gritos ante la escena de Brueghel y luego los aplausos porque: “¡Qué toros tan buenos los de esta tarde!”.  La muerte, la sangre, el ruido, el polvo, el dolor, la música envilecida eran (son) una forma de la felicidad en esa costa donde nací. Entonces no lo sabía. Hoy pienso que esa manera de festejar la vida es lo que impide cuestionar al horror como una manifestación del mal sobrecogedora, escandalosa y excesiva. Esta fiesta de corralejas es una práctica que ha anestesiado el dolor, provoca que la música sea un parapeto, un artificio que solo se conduele de los otros a través de ritmos y versos sentidos: cantar y bailar para espantar a la muerte dolorosa; pero patrocinarla y permanecer indiferente cuando de verdad se hace presente.

*Escritora, profesora y editora.