El tiro entró por la boca. Su cuerpo quedó extendido en una cama al lado de una almohada. El arma estaba en el piso. Tal vez, en aquel segundo en el que pasa toda la vida en fotogramas antes de encontrase con la muerte, Angélica Bello se vería obligada a recordar los episodios bastardos de su existir, aquellos vejámenes que ni los balazos pueden espantar del alma. Quizás, sintió miedo de dejar a sus cuatro hijos solos y con impotencia habría de recordar aquel pasaje que los marcaría de por vida.
Era el año 1999. Un año antes desplazados del departamento de Arauca, Angélica y sus cuatro hijos habían llegado a vivir a Villanueva (Casanare). En aquel pueblo, la madre cabeza de hogar consiguió un trabajo digno en un vivero. Un día al volver a su casa le informaron que dos de sus hijas, Luisa Fernanda de catorce años y Brigitte de nueve, forzosamente habían sido subidas a una camioneta con rumbo desconocido. Le contaron que era la camioneta de alias ‘el tigre’, despiadado líder paramilitar del Bloque Centauros. Entró en desespero. Se presentó en la estación de policía, lloró en la Defensoría del Pueblo, gritó en la Alcaldía, suplicó en el Concejo y oró en la iglesia.
Nada de eso funcionó. No conocía ni por qué ni para qué se las habían llevado. No podía dormir porque las pesadillas inundaban sus sueños; imágenes en las que veía a sus hijas sometidas bajo las peores condiciones debido a la fama asquerosa de aquellos hombres. Pasarían tres semanas de preguntar y preguntar, de recorrer botaderos de muertos y de andar como un alma trastornada buscando a sus criaturas. Por sus medios, aunque nunca se explicó como lo hizo, logró una cita con el mandamás de la región, Martín Llanos.
El día que lo vio no sintió miedo. Comenzó a contarle lo sucedido, ya habían pasado 23 días del rapto y solo sabía que las tenía alias ‘El Tigre’. Cuando vio que para Martín Llanos el tema era intrascendente, su pecho se quedó sin aire, comenzó a llorar, se arrodilló y suplicó ante aquel dios de palo. El déspota le dijo que preguntaría por ellas y en caso de hallarlas se las devolvería. A los dos días un par hombres llegaron a su casa en moto, la condujeron a una vereda cercana. De la cajuela de dos carros bajaron a las niñas que estaban amarradas de pies y manos y sentenciaron:
—Tiene una hora para desaparecerse de Villanueva sino los matamos ¿oyó hijueputa?
Como pudo regresó a casa por sus otros dos hijos. Salió sin nada, era de noche pero no había transporte, caminaron cuatro horas hasta que los recogió un camión. Llegaron a la madrugada a Villavicencio. Desconsolados entraron a la primer iglesia que vieron, allí todos comenzaron a rezar. Angélica no pudo más y rompió en un incontrolable llanto. El cura de la capilla se acercó, preguntó varias cosas y les dio de comer. Un mes duraron con la ayuda de aquel misionero hasta que consiguieron donde vivir y Angélica retomó de nuevo el único trabajo que sabía hacer, coser ropa. Diez años después, su hija mayor le contaría las violaciones a las que fue sometida por aquel ‘cerdo’ mientras su hermanita amarrada cerraba los ojos para no ver las escenas.
Angélica Bello Agudelo nació en Saravena (Arauca) en 1967, en el seno de una familia humilde. De su papá Luis Eduardo Bello había heredado la pasión por la política, él era militante de la Unión Patriótica, mientras que de su mamá María del Carmen Agudelo aprendió el arte de coser. En 1989 inició estudios de Derecho pero al poco tiempo debió abandonar la universidad por falta de recursos. A mediados de los años noventa como la historia lo cuenta iniciaron las desapariciones y el exterminio de la Unión Patriótica, movimiento del que ella ya compartía algunos ideales. Entonces comenzó su tragedia. Se vio obligada a desplazarse a Bogotá, donde sobrevivió dos años rebuscando el sustento para su familia hasta que logró reubicarse en el Casanare. Creyó que dejaría de correr pero de nuevo se apareció el diablo vestido de paramilitar para abusar de sus hijas.
Estando en paz en Villavicencio, el cura le ayudó con las vecinas del sector quienes le empezaron a encargar vestidos y ropa de modistería. También denunció su caso de desplazamiento forzado en la Defensoría del Pueblo, pero la remitieron a una organización de derechos humanos. Integrada con mujeres que habían padecido el mismo dolor, comenzó a dedicar sus fines de semana a escuchar sus desgracias y a buscar salidas. El reconocimiento no se hizo esperar. Angélica se convirtió en la voz líder que acompañaba a los desplazados a denunciar sus casos dando alias, nombres y mandos de los paramilitares y guerrilleros que se creían dueños de la tierra, el cielo y el aire.
En el año 2003 regresaron las persecuciones. En pleno auge de las autodefensas de los Llanos Orientales, Angélica había acompañado a cientos de víctimas a exponer sus casos ante la justicia. Tal vez uno de los tantos mandos de quién sabe qué grupo paramilitar –‘Héroes del Llano’, ‘Bloque Miguel Arroyabe’, ‘Autodefensas del Llano’, ‘Bloque Centauros’, ‘Carranceros’- la mando asesinar. No supo quién fue, solo supo que “la puso a caminar de por vida apoyada con un bastón”. Debió salir a esconderse de nuevo para Bogotá.
Es probable que mientras caía el vainazo de aquella bala que mató a Angélica, ella presenciara en milésimas de segundo como las paredes de aquel túnel que conduce a la eternidad también se colmaba de algunos recuerdos gratos. Los cumpleaños de Brigitte, los almuerzos de domingo que hacia María Fernanda, el grado de Paola o la sonrisa de Andrés. Sus hijos. En cámara lenta tal vez evocaría la noche en que le propuso a un grupo de mujeres víctimas de ataques con ácido, que se olvidaran de sus realidades y se fueran de fiesta. Que la vida seguía y la belleza estaba en el alma. Recordaría la mirada ingrata del portero, los meseros peleando por no atenderlas y el hombre de la barra negándose a venderle un par de cocteles. El ímpetu de Angélica haría que las atendieran como se merecían, que las muchachas se desinhibieran, bailaran con los chicos y hasta se subieran en las mesas a saltar de alegría cuando sonó esa canción de Mana que tanto le gustaba: “no me importa lo que piense y hable la gente de mi, porque ¡me vale, vale, vale, me vale todo… me vale, vale, vale, me vale todo!”.
En el año 2006 había logrado ayudar a crear la Fundación Nacional Defensora de los Derechos Humanos de la Mujer (FUNDHEFEM). Allí, anualmente, con recursos de cooperación internacional lograban atender un promedio de 350 mujeres víctimas de todo tipo de violencia. Ayudarlas a recuperar su honor, dignidad y a sentirse útiles en la sociedad fue su principal labor. Sus capacitaciones comenzaron a llegar a los departamentos de Arauca, Casanare, Cundinamarca, Meta, Santander, Norte de Santander y Cesar. “Mientras se violen los derechos humanos yo estaré ahí” sostenía Angélica.
Su influencia se vio fortalecida cuando lideró el proceso que sacó adelante el Auto 092 de la Corte Constitucional en el año 2008. Colmada de tutelas con casos de violación y desplazamiento forzado, la justicia le dio proceder a un Auto que adoptaba medidas comprehensivas para la protección de los derechos fundamentales de las mujeres víctimas del conflicto armado. Con sus compañeras principalmente se propuso visibilizar los delitos de violencia sexual. La valentía que veían en Angélica, motivó decenas de mujeres a no quedarse calladas y denunciar a sus victimarios.
Poner de frente su nombre en la palestra pública como defensora recia de los derechos humanos la volvería a convertir en víctima. Llamadas a su casa, a su celular, panfletos y sufragios empezarían a amedrentarla. La querían callar. Otro horrible capítulo de su efímera vida ocurrió el 26 de noviembre de 2009. Ante algunas amenazas Angélica se dirigió ese día por enésima vez al Ministerio del Interior donde ya había denunciado las persecuciones. Buscaba protección. Saliendo de la entidad, misteriosamente y como si fueran su sombra, un par de hombres la abordaron y la subieron en un taxi. Ella solo pensó que la iban a robar.
El vehículo tomó hacia la avenida circunvalar. En inmediaciones de la Universidad Manuela Beltrán se bajaron y a empujones la adentraron hasta la zona boscosa. Entonces comenzó la tortura y la violación. De una patada la tiraron al piso, uno de ellos sacó un arma y le apuntó en la cabeza. Comenzaron a golpearla. En varias entrevistas llorando Angélica narró los hechos. Contó que el pánico se apoderó de su cuerpo, la dejó inmóvil, en shock. Pensaba en sus hijos. Uno de los hombres comenzó a masturbarse en su cara mientras el otro le abría la boca.
—Así es que te vamos a mantener callada. Vos sos una auxiliadora de la guerrilla.
Tenían todo planeado. Sacaron un tarro con agua y le hicieron beber todo el líquido. Entonces uno de ellos sentenció:
—Mire esta cara porque se va a acordar de ella toda su vida. No te matamos para no convertirte en mártir. Si nos denuncias te damos donde más te duele, tus hijas.
Angélica llegó a su casa destrozada. No confesó nada si no que arregló todo para irse a un encuentro que tenía con la Defensoría del Pueblo en la Guajira. Allá se encontró con la delegada Pilar Reyes, quien al verla golpeada y acongojada le preguntó insistentemente qué le había pasado. Angélica no pudo más y le contó todo. De inmediato denunciaron el caso, de modo que el Ministerio del Interior se vio en la obligación de asignarle un pequeño esquema de seguridad. De nuevo llegó el desplazamiento forzado. La lidereza se tuvo que reubicar en el municipio de Codazzi (César).
Aunque su denuncia pasó a la Fiscalía, nunca prosperó. Ni siquiera un día que por casualidad percibió la loción del hombre que la violó, olor que de inmediato le hizo recordar la cara del victimario, entró en pánico, salió despavorida para su casa, pensaba que habían vuelto. Por varios días no quiso volver a salir de su casa. Semanas después buscó una cita para realizar el retrato hablado pero todo quedó engavetado. Era claro que para un sector oscuro de bandidos, Angelica se había vuelto el palo en la rueda de un genocidio pactado. Y cómo no. La valentía, conocimiento y liderazgo la habían llevado a ser una persona imprescindible en las actividades y programas de Derechos Humanos.
Enfrentar al Presidente Juan Manuel Santos fue uno de aquellos episodios que la hicieron grande. La cita se dio en la Casa de Nariño, el 9 de enero de 2013, alrededor del Tercer Comité Ejecutivo para la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Angélica Bello y la líder indígena Debora Barrios eran las invitadas especiales en el encuentro. “Se puso bellísima para la ocasión, en su vida se le había pasado por la cabeza que iba a estar sentada frente al Presidente de Colombia”, recordó una de sus compañeras de la fundación.
El tema que puso sobre la mesa fue solo uno: la urgente atención psicosocial para todas y cada una de las mujeres víctimas del conflicto. Para no ir tan lejos partió de un ejemplo, su historia. Cuando recordó el abuso sexual al que la sometieron sus victimarios, al Presidente se le cristalizaron los ojos pero se contuvo. A la salida, esa narración visceral quedaría retumbando en la cabeza de Santos, tanto así que a la salida les dijo a los periodistas:
—Un aspecto que Angélica trajo a colación en la discusión que tuvimos fue la necesidad de fortalecer todo el proceso de la ayuda psicosocial. Y vamos a buscar los mecanismos para ampliar en cantidad y en calidad esa ayuda.
Como si esa hubiese sido la última misión que la vida le tenía deparada a Angélica, un mes después el Presidente Juan Manuel Santos estaba anunciando su trágica muerte.
—Angélica, presionada por su dolor y tal vez por amenazas, no pudo más y, según todo indica, se quitó la vida el fin de semana. Qué tristeza, qué tristeza. Dijo el mandatario.
Cuentan que el sábado 16 de febrero había llovido toda la tarde en el municipio de Codazzi. En la noche, Angélica salió con su hija a departir un rato en un estanco para olvidarse del angustioso vivir. Solo uno de sus dos escoltas la acompañaba, debido a que el otro había pedido permiso para viajar a Valledupar. Se recuerda la amabilidad con la que trataba a sus custodios, los asumía como de la familia. Con el poco dinero que la acompañaba, si ella se tomaba una gaseosa ellos también.
Las últimas semanas habían sido arduas y agobiantes. Angélica se encontraba en el proceso de acompañar a varias comunidades que pedían la restitución de algunas tierras que al parecer les habían sido despojadas por criminales. Las amenazas tocaron a la puerta. Por esos días dos hombres llegaron a su casa y le dijeron que un grupo que no estaba de acuerdo con su presencia le mandaban a decir que tenía 72 horas para abandonar Codazzi; si no, la mataban. La líder contó lo sucedido a la Defensoría y la entidad de inmediato solicitó al ministro del Interior Fernando Carrillo y al director de la Unidad de Protección que se aumentara su esquema de seguridad mientras buscaban una nueva reubicación. La mujer, entonces, empezó a preparar su salida del municipio; el plan era trasladarse a Barranquilla.
En el estanco Sandunga escucharon vallenatos y reggeatón. Se tomaron un par de bebidas, conversaron de la vida y debatieron como madre e hija. A las 11 de la noche decidieron regresar a casa. Angélica entró al hogar mientras su hija y el escolta se quedaron conversando en la entrada. Cinco minutos más tarde escucharon como si una puerta se hubiese cerrado de un golpe o como si alguien se hubiera caído. Al asomarse en el cuarto de Angélica la encontraron tirada en la cama, boca arriba con un impacto de bala que había entrado por la boca. La sangre corría por su pelo. El arma del escolta que había viajado estaba tirada en el piso. Su hija empezó a gritar y salió a la calle a pedir ayuda. El escolta también corrió pidiendo auxilio a los vehículos que pasaban.
Heiner Peñaranda, director del Instituto de Medicina Legal para el departamento del Cesar, anunció que el caso era bastante delicado y por eso se había trasladado al municipio de Codazzi para inspeccionar el mismo la necropsia. Al tiempo que se conoció la noticia de la muerte de Angélica Bello, los defensores de derechos humanos de todo el país se pronunciaron. El lunes siguiente la propia ONU envió un comunicado lamentando lo sucedido: “Con un sentimiento de solidaridad y apoyo a sus familiares y sus personas más cercanas, el Sistema de las Naciones Unidas en Colombia manifiesta su tristeza por la muerte de Angélica Bello”, dijo la organización.
Sus compañeras han expresado el total desconcierto y desconfianza tras la misteriosa muerte: no creen que se haya suicidado. Lo mismo piensan sus familiares, que evitan hablar del tema; quizá por miedo, quizá por respeto, quizá por el incierto presente. Cuentan que Angélica quedó con los ojos abiertos, como muy pocos suicidas terminan. Tal vez su mirada quedó evocando aquella escena en la que pudo ser feliz.
—Sueño con escribir un libro, en una casita pequeña frente al mar y que cada ocho días vayan a visitarme mis nietos.