Si algo positivo va asomándose en el postconflicto y en esta intensa campaña política es el reconocimiento y la aceptación de dos concepciones ideológicas bien definidas: la Derecha y la Izquierda. La opinión pública empieza a hacer uso de esos dos términos sin prejuicio alguno. Va quedando atrás el miedo a reconocer públicamente, en las relaciones personales y en los medios de comunicación, que se es de Derecha o de Izquierda. Se empieza a exorcizar del imaginario colectivo la significación de sombra trágica que representaban ambos términos.
Cuándo las personas hablan es evidente que lo hacen con un lenguaje propio de la época y el contexto social, político, cultural y ambiental en el que se dan las conversaciones, producto de las experiencias vividas. El contexto social determina no solo el pensar y el actuar sino también el lenguaje. Es por eso que, como consecuencia de esa dinámica, en Colombia, los términos Derecha e Izquierda se venían utilizando en forma despectiva y no como representación de una determinada ideología. La Izquierda hasta antes de este proceso era interpretado como un sino trágico, que se relacionaba con terrorismo y subversión; es decir, daba temor decir que se era de izquierda porque de inmediato se le relacionaba con “terrorista” y de paso se le colocaba la etiqueta de subversivo y delincuente. Y ser de Derecha era ser “paramilitar” e igualmente se le colocaba el sello de ‘traqueto’.
Esos términos se articularon al lenguaje guerrerista que se impuso en Colombia desde el periodo que se conoció como “La Violencia” y se extendió durante más de medio siglo con consecuencias devastadoras en las conversaciones de la vida cotidiana, pues se dejaban escuchar con tonos desafiantes, desde los púlpitos de las iglesias hasta en las tres ramas del poder público. Y los medios de comunicación contribuían a acuñarlos. El lenguaje no fue utilizado como instrumento de unión sino como arma de descalificación del otro. De modo que ser de Izquierda o ser de Derecha se convirtió en un estigma, en poderoso instrumento del lenguaje que se le brindaba a la opinión pública y al pueblo en general para defenderse de quien se consideraba amigo de su adversario o de su contradictor ideológico. Podríamos decir que ese lenguaje y ese discurso guerrerista fue generando y construyendo un odio colectivo entre modos de pensar distintos, y lo que pudo haber sido un diálogo nacional constructivo, entre saberes, se fue convirtiendo en un imaginario colectivo perverso; los argumentos fueron sustituidos por los epítetos, el debate sano y constructivo fue desapareciendo por la fuerza de adjetivos que sólo buscaban ofender de un plumazo al contradictor.
En una columna anterior (ver El fin de una dinastía feudal) decía que en el caso de Córdoba el lenguaje coloquial también empezó a ser reemplazado por el lenguaje del delincuente, y ahora, debo aportar, como ejemplo de ese cambio de cultura en el hablar, de cómo la expresión “amigo”, propia de nuestros campesinos y de los habitantes de la ciudad, fue reemplazada por “patrón”, un término acuñado por la cultura ‘traqueta’, y que está muy lejos de su definición original.
Por todo esto ya es hora que la opinión pública empiece a superar el lenguaje ofensivo y optar por uno más amigable; comprender, que ser de Izquierda no es ser terrorista ni “castrochavista” y que ser de Derecha no es ser “paramilitar” ni ‘traqueto’. Ser de Izquierda o Derecha es una forma de ver y sentir la vida, una ideología. Comprender que se puede vivir en medio de la diversidad, que una conversación, con un lenguaje aceptado por su naturaleza humana, son el componente de las interacciones pacíficas, que el hablar y el escuchar se entrelazan para construir una mejor sociedad. De modo que si el lenguaje ha sido incorporado como instrumento de guerra, ya es hora, en esta etapa de postconflicto, que sea utilizado como instrumento de paz.
Por Ramiro Guzmán Arteaga
Comunicador social periodista, Mg en educación y profesor universitario